viernes, 20 de septiembre de 2013

Los Periféricos Miércoles 18 de Septiembre 2013

                                        HABLO PORQUE TENGO BOCA
                                          Una de las cosas a las que nos hemos acostumbrado desde que la información circula velozmente y sin filtros es a escuchar a cualquiera mandando fruta. Así, una pamplina dicha por una vedetonga, el exabrupto de un legislador en una sesión de la Cámara, una palabrota soltada por un jerarca cerca de un micrófono pueden transformarse, en cuestión de minutos, en el tema que ocupará a los medios de comunicación durante un par de días. Después la cosa pasa y se vuelve a hablar de los temas de siempre: la inseguridad, los paros de la enseñanza, lo loco que está el tiempo. Pocas veces hacemos el ejercicio de ir más allá de los aspectos pintorescos o anecdóticos de esas intervenciones para tratar de desnudar lo que hay de ideológico en ellas.
                                          En las últimas semanas dos actores principales de nuestro universo mediático dieron pasto a las fieras haciendo uso de su sagrado derecho a hablar porque tienen boca y porque siempre algún entusiasta con micrófono les anda revoloteando cerca. Hace apenas unos días, y desde los micrófonos de Radio Rural, se pudo escuchar a la princesa gaucha, la inefable Laetitia D’Arenberg, advirtiendo a quien quisiera escucharla que los ricos pueden cansarse de tener que soportar el peso de los impuestos y que si los presionan mucho “se van a ir a la mierda”. Chocolate por la noticia. Basta ver la rapidez con la que Gerard Depardieu armó las valijas y se mandó a mudar de Francia para no tener que cumplir con el fisco. Los ricos (Laetitia habla así, con esa franqueza encantadora y brutal; ella dice “los ricos” y “los pobres”) no quieren pagar impuestos, no quieren gastar mucho en salarios, no quieren tener obligaciones con la seguridad social y no quieren que los anden perturbando con controles, inspecciones ni restricciones de ningún tipo. Ellos no quieren molestar a nadie, pero tampoco quieren ser molestados. Al fin y al cabo, lo único que pretenden es invertir su platita del modo más rendidor. Humanamente los entiendo, diría Mujica.
                                       Lo insólito, sin embargo, es que haya tanta coincidencia entre las opiniones de nuestra aristócrata preferida y las de nuestro presidente. Ambos son, diríamos, gauchos por elección. Les gusta la materialidad rotunda de la tarea del campo, la contundencia de los litros de leche, las toneladas de carne, los cientos de miles de lechugas. Son del tipo “pensar menos y hacer más” y muestran un desprecio constante y sostenido por quienes ponen palos en las ruedas. Parecen genuinamente convencidos de que la riqueza es el triunfo de la voluntad y de que basta remangarse y encarar para que se le multipliquen a uno en los bolsillos los panes y los peces.
           En lo que se ofreció como una segunda parte de los famosos “Coloquios” publicados antes de las elecciones, Mujica conversó con el periodista Alfredo García (Voces) mientras compartían un ron en la cocina de la chacra. Pepe atendió a todo el mundo (los dos párrafos en los que aludió a Astori motivaron una dolida y extensa respuesta de Esteban Valenti, asesor de campaña del vicepresidente) y dejó caer unas cuantas de esas verdades que son el basamento profundo de su forma de pensar: la celebración del hombre que se hace a sí mismo por fuera de los circuitos educativos formales, la incapacidad de gestión de los trabajadores, la necesidad de tener una enseñanza a la medida de las necesidades de mano de obra de los empresarios.                                      Pepe entiende, como Laetitia, que los ricos invierten porque quieren ganar, y que está bien que así sea, porque no son bobos. Y que si les complicamos mucho la cosa se van a ir, porque lo lógico es que quieran estar en donde puedan ganar más. “Y a Harvard hay que manejarla, eso lo aprendí de los empresarios”, dice, y cuenta la historia de un señor poderoso (“manejaba un imperio”) que subía en su camioneta a varios ingenieros para que le dieran charla mientras él manejaba, así aprovechaba el viaje. ¿Para qué perder el tiempo estudiando durante años, leyendo, pensando, si uno puede tener a su disposición a los profesionales que necesita y ponerlos a disertar en los tiempos muertos? El rico no es rico porque sí: es rico porque es vivo y sabe aprovechar su tiempo y el de los demás. Tal vez por eso los trabajadores nunca van a llegar a nada: porque cargan la desventaja de una “subordinación histórica” que les impide ser dirigentes de empresa innovadores y decididos. Son útiles, sí, pero no pueden conducirnos al desarrollo.
                                 

    Entre Pepe y Laetitia hay muchas más semejanzas que diferencias. Ambos sostienen que los ricos tienen que ayudar a los pobres, pero no a costa de dejar de ser ricos, porque el impulso de ganar y ganar (en una época se le daba a ese impulso el nombre de codicia) es lo que asegura el desarrollo. Ambos saben que a los ricos no hay que asustarlos porque se van a la mierda, y también saben que la mejor manera de contar con ellos es permitirles jugar el juego de la caridad, que ahora se llama “responsabilidad social empresarial”. Si no fuera porque la honestidad ideológica de este pensamiento conservador y reaccionario es indiscutible, hasta se podría hablar de cinismo.
                ** Soledad Platero. Publicado en Caras y Caretas el viernes 13 de setiembre 2013

         LA DELINCUENCIA EN EL URUGUAY

       La izquierda uruguaya parte de un axioma parcialmente cierto: las causas de la delincuencia son sociales y es la pobreza la que genera el delito.
                                   De allí saca una conclusión falsa: si disminuye la pobreza, disminuirá la delincuencia. Ese es el error por el que la izquierda ve que la realidad se le escapa de las manos, por el que la inseguridad pública la desborda.
                                    La relación pobreza (material) - delincuencia no es directa. En el medio está el factor "marginalidad cultural". Por no tomar eso en cuenta, la izquierda está enunciando un discurso vacío, que no da cuenta de la realidad, que no convence y que a breve plazo traerá consecuencias muy penosas.
                                 La pobreza es falta de recursos materiales y es relativamente fácil solucionarla.
La marginalidad cultural es mucho más compleja. Significa una ruptura con los valores y códigos que rigen la convivencia social, una desidentificación con las pautas de vida que posibilitan esa convivencia. En origen es fruto de la pobreza, pero, una vez establecida, ya no se soluciona con dinero ni con beneficios materiales. Al contrario, el dinero y los beneficios materiales gratuitos pueden consolidarla.
                                 Al que ha perdido los hábitos de trabajo y los códigos de solidaridad con la familia y los vecinos, al que asume que es suyo todo aquello de lo que puede apoderarse y que el que da es un 'gil' y el que recibe un 'vivo', de nada sirve darle dinero ni ofrecerle trabajo, construirle casa o regalarle comida. Aprovechará esos beneficios (salvo el trabajo) con la misma naturalidad con que antes aceptaba no tenerlos, pero en su cabeza seguirá estando al margen. Seguirá creyendo que recibe porque es vivo, o porque tiene derecho, y que nada le debe a la sociedad que le da ni a nadie".
                                     Está claro que la marginalidad cultural es un fenómeno multicausal que excede en mucho la aplicación de políticas asistencialistas. Pero no es menos cierto que éstas, combinadas con un sistema de educación pública en estruendosa decadencia, están consolidando nuevos parámetros socioculturales que convierten a nuestro país de clase media en un triste recuerdo.
                                  Ya existía en el Uruguay una cierta desconfianza al emprendimiento personal, a esa vocación de arriesgarlo todo en pos de una idea de crecimiento individual, propia de la mentalidad anglosajona. El país de clase media era el del empleíto público, pobre pero seguro, el del menosprecio al inmigrante gallego que había amasado una fortuna dejando la vida detrás de un mostrador, el del "no te metás", el de "mirá el auto que se compró, a quién le habrá afanado", etcétera.
                                  Muchas letras de tango dan cuenta de esa filosofía retardataria: "No vayas al puerto, te pueden tentar / Hay mucho laburo, te rompés el lomo / y no es de hombre pierna ir a trabajar".
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                     Sólo recuerdo una época del Uruguay reciente en que esa forma de ver la vida dio algún paso atrás: la sitúo en el período de auge económico de los años 90, más exactamente entre 1991 y 1998, años en que se liberó la economía todo lo que fue posible, y quedó para la historia la ingeniosa frase del presidente Lacalle sobre los empleados públicos: "Ellos hacen como que trabajan y yo hago como que les pago".
                                      La crisis que se inició en el 99 y desangró al país hasta el 2002, echó por tierra aquella autoconfianza. La pobreza creció sustancialmente y cobrar un sueldo del estado volvió a ser un ideal de vida, lo que quedó demostrado por las decenas de miles de personas que se presentaron a cada concurso por puestos en la Intendencia montevideana y los entes.
                                           Muchos discrepan con la hipótesis porque entienden que la vulnerabilidad social era de tal magnitud, que no había otro remedio que apelar a prácticas asistencialistas. No opino lo mismo. 
El inmenso presupuesto destinado por el entonces ministro Astori al primer plan de emergencia -si mal no recuerdo era de 300 millones de dólares - perfectamente se podría haber invertido en obra pública, para dar a los pobres fuentes de trabajo genuinas, en lugar de una limosna graciosa. Limosna que formateó la personalidad de muchos, empujándolos a ampliarla cuidando coches, limpiando vidrios en los semáforos, peseteando gente por la calle, rapiñando...
                                       que es políticamente muy incorrecto comparar a los limpiavidrios callejeros con los rapiñeros, pero hay que entender que el sustrato conceptual de ambas actividades es el mismo.
Son personas sin proyecto de vida, sin fundamentos éticos de convivencia, que están acostumbrados a que la sociedad los mantenga. Los beneficiarios perfectos de la lógica asistencialista. 
                                  Hay una lectura clasista detrás de este engendro, muy propia de sectores minoritarios de la izquierda que crecen en influencia política, aunque no en votos: que el estado le saque recursos a los que trabajan, para dárselos a los que no lo hacen. Los aportantes ofrecerían esos recursos encantados de la vida, si vieran que a quienes los reciben se los encauza en caminos de 
educación y trabajo. Pero en cambio, doblegados por el IRPF y el IVA del 22 por ciento, comprueban que esos dineros sólo sirven para fortalecer aun más una marginalidad cultural como nunca padeció el país en toda su historia.
                              Un siglo atrás, Florencio Sánchez nos mostraba la ilusión de los inmigrantes pobres de que su segunda generación ascendiera socialmente. El ideal de "M'hijo el dotor", cien años después, se convirtió en el de "M'hijo el inorante".
                            Los chicos que limpian parabrisas en las esquinas lo dicen bien claro: es mucho más divertido que ir al liceo. Toman aire, no tienen horario, están con amigos, hasta ganan buena plata. 
Para colmo, ven por televisión como la persona que ocupa por voto popular la presidencia de la República se autodefine como "un viejo ignorante". ¿Quién detiene toda esta locura? 
Dr. Hoenir Sarthou

¿DE QUIÉN SE RÍEN?



   Algo siempre me llamó la atención del humor uruguayo. Más bien, del considerado “humor inteligente”, aquello que se distancia de la grasada espantosa de ex-carnavaleros pasados de peso, pelados pelirrojos a los que pasados los 50 años les sigue pareciendo graciosa la caca (no los culpo) o políticos fracasados que se reconvierten en payasos con moraleja. Hablo del humor de la clase media, de los universitarios montevideanos.
                                     Si bien no están solos en esta categoría, me voy a referir a Darwin Desbocatti y al Cuarteto de Nos. Uno, comentarista radial de noticias y columnista de Búsqueda, y los otros, una banda de pop que pasó de ser rara a decir que es rara, son productos bien distintos, pero dos cosas los unen. La primera y obvia, es que son de buena calidad. Yo los disfruto y es evidente que en su trabajo hay ingenio y oficio. La segunda, es su recurrente uso (en el caso del el Cuarteto, por lo menos hasta el disco “Raro” humor negro, la parodia, la provocación y la burla, nunca exentas de crueldad.
                                        Lo que me causa problemas no es esa crueldad en sí, sino su significado. Todos podemos estar de acuerdo en que “No somos latinos” es una burla a la cultura popular izquierdista, a la ritualización y cristalización de las consignas de los ’60, a las apropiaciones hipócritas y hasta ridículas de la naturaleza indígena de América Latina y a la creación en Miami de una cultura latinoamericana tan homogénea como artificial. Ahora, la canción no se agota allí. Dice, por ejemplo, “tengo más en común con un rumano que con un cholo boliviano” y “yo me crié en la Suiza del sur”. ¿Esto también es una parodia, ahora de las ínfulas europeas del Uruguay? ¿O es una reafirmación, una participación en esas ínfulas? ¿Se crió Roberto Musso (en los ’60) en la Suiza del Sur?
Para mi generación de rockeritos que se sentían especiales por ir al Pilsen Rock y fumar porro, esta canción era un grito de guerra contra “los cumbieros”, un himno generacional para los que surfeamos la ola del rock nacional post-crisis. Hoy lo vuelvo a escuchar y siento algo de vergüenza, primero que nada de mi mismo, por participar del odio a “los cumbieros”, que en realidad eran los planchas, que en realidad eran los pobres, que por ser pensados como “latinos”, el odio a ellos se configuraba como un clasismo racista que anticipó a la verdadera explosión de odio racial y de clase que acompañó al creciemiento de “la inseguridad”. Pero en segundo lugar sentí algo de vergüenza por la canción en sí, que todavía no termino de estar seguro de si es una parodia al delirio primermundista de los ’90 o parte de el. Quizás es las dos cosas, y seguramente no importe.



                                             Algo parecido ocurre con Darwin Desbocatti. Sobre él siempre me pregunto si parodia a un viejo de mierda que cree que su mala leche (de, por ejemplo, pasar media hora burlándose de alguien por gordo o del lenguaje inclusivo, o quejándose de los sindicatos) es “políticamente incorrecta”, o si efectivamente es uno.
                                          Cabe preguntarse si Darwin es, queriéndolo o no, más que una burla al sentido común reaccionario y pelotudo, su mejor representante: la voz que puede decirlo en público sin recibir las críticas que recibiría si lo dijera “en serio”, escuchando cada quien lo que quiere escuchar. Los progres podemos reirnos con el bufón que representa el sentido común, mientras los demás pueden sentirse representados por alguien que “canta la justa”.
                                          Alguna vez leí, en una entrevista que se le realizara, al propio Tanco consternado por cómo se lo tomaba en serio. Él mismo se esforzaba en aclarar que todo era un chiste. El problema es que efectivamente se lo toma en serio, en parte gracias a sus momentos de genuina brillantez (satírica y analítica) y en parte porque después de años escuchando esa voz deformada nos acostumbramos a ella y nos olvidamos que es un personaje. Si Jon Stewart es nombrado por las encuestas estadounidenses como el informativista más confiable, no es ninguna sorpresa que Darwin Desbocatti sea el analista político más tomado en serio, sobre todo dada la cantidad de fruta que tiramos los analistas serios en los medios de comunicación.

           No hay por qué responder estas preguntas, pero si el humor tiene supuestamente el fin noble de ridiculizar a los poderosos realmente cuesta pensar que los indios bolivianos o una gorda sean el mejor blanco para la parodia. Da para preguntarse, a veces, cual es la diferencia del “humor inteligente” con cualquier bully que agarra de punto a alguien en los pasillos de un liceo, o con un empresario que se queja de los impuestos y de que los maestros no trabajan.
                                      También es cierto que después de ocho años de gobiernos de izquierda, y a quizás cincuenta años de la imposición de una (ahora moribunda) hegemonía cultural de izquierda, se hace difícil designar a “los poderosos”, especialmente dadas las cada vez más frecuentes campañas de concientización y de acción estatales que transforman la moralina progre en razón de Estado.
                                     Al mismo tiempo, los que uno se imagina como los verdaderos poderosos -las empresas trasnacionales, por ejemplo- se presentan como intervenciones abstractas sin cara y sin historia, tan difíciles de parodiar como de hacer aparecer como sujetos políticos con los que antagonizar.


                                     No busco en absoluto sugerir una censura “políticamente correcta”, pero sí pensar en qué hacen estos artistas (más allá de lo que quieran o busquen hacer) y qué efectos tienen en las maneras cómo se piensa y se representa lo social. Es que la libertad de expresión no exime de pensar antes de hablar, especialmente porque la (necesaria) barrera que impide que el humor pueda ser criticado como si fuera un discurso serio no impide que cause efectos jodidos, por ejemplo, de naturalización de desigualdades o de cristalización del sentido común del que supuestamente se burla.
                                                                                  ** Gabriel Delacoste Griñón

Nos acompañaron con la música :



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